viernes, 28 de agosto de 2015


Conexión desconectada.


La culpa la tuvo el Whatsapp

Icq, un viaje de ida
Prehistórico parece nombrarlo. Un adolescente no tiene idea de qué es. Hasta su sigla parece algo extraño.
ICQ, yo fui una de las primeras en tenerte. Primeras dentro de mi grupo de amigas del colegio. Sí, como hija de padres separados de los años 90 --cosa que no era tan “normal” como lo es ahora--, me consentían bastante.
Ahí estaba: con 13 años, computadora en mi propio cuarto y un ruidito inconfundible, que cada dos o tres segundos me avisaba la llegada de un nuevo mensaje de algún desconocido, porque en ese momento, todavía nadie conocido usaba esta novedosa aplicación social.
Pero, detrás de ese armatoste de pantalla, no estaba yo sola. Amigas, compañeras de colegio, púberes excitadas de conocer a ese amor de la vida que suponía estar esperando al otro lado de la pantalla. Nos pasábamos la tarde así, “chateando” con ese grupo de otros chicos --o así nos hacían creer-- que estaban interesados en nosotras, que tenían los mismos gustos, y que nos íbamos a encontrar pronto –eso nunca sucedió--.
Era divertido porque compartíamos algo distinto al colegio, las tareas, era una nueva red social, pero que a la vez que nos conectaba con el mundo virtual, no nos desconectaba entre nosotras. Estábamos 4 o 5 chicas hablando, riéndonos, comentando que nos escribían o qué respondíamos. Sí, frente a una pantalla, pero también frente a nosotras mismas, y las miradas cómplices las seguíamos cruzando.
Como internet era por teléfono, no podíamos estar más que una hora como mucho, antes que alguna de mis hermanas mayores empiecen a los gritos porque querían hablar con sus novios –estos sí, reales--, o mi mamá con su fanatismo por hablar con quien fuese.
Era una conexión con los otros donde la conexión con nosotros mismos no se perdía. Algo así como un hobbie que nos hacía entrenar las manos, y por lo menos a mí,  me sirvió para convertirme en un "as" en la rapidez que tengo para escribir en el teclado.
El ICQ, por lo menos en nuestros comienzos, cuando lista  del chat era de desconocidos, tenía un fin: el conocer a ese novio cibernético ideal. Irreal.
Después de unos meses, dejamos de juntarnos frente a la máquina para juntarnos en el parque que quedaba cerca, porque allí fue donde encontramos esa persona real, pero ese es otro tema, que tal vez contaré en algún otro momento.
De a poco, este programa de mensajería instantánea se volvió masiva: Ya dejábamos de juntarnos para chatear juntas y ahora nuestros encuentros eran cibernéticos. Cada una sola en su casa frente a la computadora, solas, aunque creíamos que estar chateando era estar juntas y conectadas.
El Icq fue el padre del Messenger. Así, las conversaciones en vivo empezaron, poco a poco, a perder protagonismo para ser leídas o escritas --lástima que esto no haya servido tampoco para mejorar la ortografía colectiva. Algunos siguen escribiendo “hiba”, o, como en mi caso, cuando escribo “todavía” me tengo que acordar de mi mamá diciéndome “B” de burro no “V” de vaca, y simulando que las “VB” sonaban distintas, cuando para mi era lo mismo--.

Celulares al ataque
Una vez me pasó que estaba en el pediatra de mis hijos, y estaba otra mamá con sus dos hijos, que juntos, no superaban los 11 años. Cada uno, en su mano, tenía un celular…propio.
Sí, acá vendría la opinión/crítica de un extra a mi pensamiento diciéndome que no me haga la hippie, o que me adapte al siglo que estamos. Ni soy hippie, ni soy una desadaptada social/tecnológica. Es más, esto lo escribo a partir de la abstinencia (física y real) que sentí al perder mi whatsapp, pero eso se los voy a contar más adelante.
Mi primer celular me lo compró mi Papá cuando tenía algo así como 16 o 17 años, y en ese momento, era una “suertuda” y super avanzada. La compra, esta vez no fue para consentirme si no porque una de mis hermanas, que ya iba a la facultad, la dimos por desaparecida, secuestrada, descuartizada porque durante 2 horas no conocíamos su paradero. No estaba ni en la casa, ni en la facultad, ni en ningún lugar que nosotros creíamos que tenía que estar. A partir de ahí  la prevención, para los adultos, fue que sus hijos necesitaban tener un  celular para avisar a donde iban o venían –Raro, porque si a uno lo secuestran o  se lo descuartizan no lo va a poder usar--. Ahí salíamos: mi hermana, la ex no secuestrada y yo con nuestros lindos celulares semiplateados, y la más grande, con las manos vacías, cosa que aún hoy no entendemos por qué a ella no se le compró el super celular de la protección. Unos días después, la culpa paterna pudo más, y le regaló el suyo.
Las funciones de los celulares eran para llamar o atender. La voz era la protagonista. También para usar como reloj despertador.
Luego llegaron las nuevas funciones, con esos mensajitos de texto que te ahorraban saliva pero no el bolsillo, porque uno terminaba manteniendo conversaciones y cada mensaje salía carísimo.
Recuerdo que me sacaba de quicio que mi Mamá responda “Ok” --cosa que hoy hace por mensaje de audio--¿No entendía ella que ese mensaje mínimo terminaba dejándola sin crédito? Pero era cierto su argumento: si no respondo no saben que recibí el mensaje. Aunque, si al que le llegó el “ok”, no responde, el emisor del primer “ok” no sabe que llegó su ok.

En fin, ahí empezó la desconexión.¿Cuándo termina una conversación escrita? ¿Es realmente una conversación? Porque a mí, en el colegio, y sobre todo en la vida, me enseñaron que los gestos también hablan.

Telefóno compuesto, mensaje descompuesto
Pónganse a pensar esto: ¿Cuántas veces se pelearon, discutieron, se sintieron mal, se enojaron, se emocionaron por un mensaje que leyeron de tal modo, cuando el emisor quiso escribirlo de otro?
Ahí está el punto, cuando una conversación deja de serlo porque se pierde el ida y vuelta.
Hace poco me pasó, que una persona --con toda su razón-- me dijo que tenía un modo autoritario de decir las cosas. Si bien, tiene razón y es algo que trabajo en terapia todos los jueves, esa persona se refería a mi manera de escribir por Whatsapp o mensajes de texto (¿?). Sí, decía que no es lo mismo “decir”: “Venís a las 5”, que “¿Venís a las 5?”. Entendí el punto e intenté cambiarlo, pero lo que esa persona nunca entendió fue que, por lo menos en ese momento, no estaba siendo autoritaria, sólo que me había olvidado del signo de interrogación. Mi error: escribir mal. Error social: creer que conversamos vía palabras escritas en una mini pantalla.
Y así...miles. Hasta llantos dramáticos salieron de mis ojos después de leer mensajes que luego me dijeron que había  delirado porque la intención era otra.
Lo cierto es que todo este camino empezó con un grupo de amigas/os detrás de una computadora por diversión y ganas de conocer algo nuevo, extraordinario. Luego el grupo empezó a dividirse y convertirse de a poco en algo virtual, y aquellas que no tenían ese medio para comunicarse, poco a poco empezaron a quedar afuera de las conversaciones diarias. La conexión  virtual empezaba a tomar más sopa y la conexión real estaba en huelga de hambre.
Las palabras empezaron a estar acompañas de a poco con caritas, corazones, manos, dibujitos que acompañaban ese estado que se quería compartir, o mismo, que ocupaban el lugar de la palabra. Y con esos dibujos, llegó la posibilidad de compartir nuestras fotos --y vida entera--. Pero ojo, tal vez no compartirla con quienes, en la vida real, quisiésemos o pudiésemos hacerlo.

Llegó Facebook, la compañía de la soledad
No me voy a poner a hacer un análisis sociológico del Facebook, no sólo porque considero que no tengo las herramientas suficientes, sino porque, al ser sincera, esta red social fue fundamental para un momento de mi vida --no lo digo con orgullo sino más bien con un poco de vergüenza y de sentimiento bizarro--.
Que alguien que vaya en el colectivo se anime a gritar: “Levante la mano el que no tiene Facebook”, y si alguien lo hace, por favor, preséntenmelo/a.
Los orígenes de esta red los podemos ver en la película de Max Z. --difícil el apellido para escribir, y no tengo ganas de googlear--.
Tengo un enganche entre el Facebook y la maternidad que no puedo desasociar. Por más que encuentro “recuerdos” y fotos subidas en mis épocas de no mamá, no son las que más me interese desarrollar --Sí, todos sabemos que este medio se usa para levantar, chamuyar, controlar, aumentar el autoestima, criticar, mirar a tus compañeros de hace 20 años atrás, a tus ex, etc, etc, etc--.
Cuando fui mamá de mi primer hijo no había día en que no suba una foto de él o con él: Desde yo recién parida, pasando por él con cara de enojo, feliz, dormido, vomitado, balbuceando, enfermo, comiendo, nadando, gritando, y todo lo que se puedan imaginar que hace un bebé. Al principio, mis ”amigos” de Facebook, comentaban todas las fotos y ponían esa manito para arriba, que en ese momento no era un contador de popularidad, como ahora; luego había escasees de comentarios o fotos pasadas por alto. Hasta que una vez, un hombre, amigo de mi mamá, me dijo: “Lo conozco a Joaquín más que vos, por el bombardeo de fotos que subís todos los días, eh”. Chiste. Chiste real.
Me sentí mal, pero no por las fotos, si no porque, nuevamente con terapia, entendí porqué lo hacía - Acá no estoy criticando a todos los que suben fotos de sus hijos hasta haciendo su primera caca en el baño, porque yo hoy, si bien con mayor moderación gracias a poder desplazar mi energía, por ejemplo, en este escrito, puedo evitarlo--. Entendí que cuando yo ponía algo de mi hijo en esta red, y alguien lo comentaba, no me sentía sola. Por un lado estaba buenísimo, pero por otro, viéndolo después de 4 años, no está tan bueno no sentirte solo cuando lo estás, porque atravesar las situaciones difíciles en el momento justo, hace que uno salga mejor parado y más rápido. 
Pasé varios meses así: subiendo y contando todo lo que pasaba en mi casa, y aunque yo pensaba que en ella estaban todos esos “amigos”  que comentaban, lo real es que estábamos solo Joaquín y yo, y lamentablemente, en ese momento, no me di cuenta que eso ya era mucho, muchísimo. Vivía más pendiente de que el otro comente y comparta el momento de mi hijo conmigo, que vivirlo yo misma con él.
Repito, con esto no quiero decir que todos los que compartan cosas es porque se sienten solos. Es lo que me pasó a mi en ese momento, con esa necesidad frenética de sacar la foto para subirla y que alguien me diga : “Uauu se para!”.
 Hoy, comparto mi vida, porque también me gusta que vean a mis hijos, el laburo que hago, las ideas políticas que tengo, cosas que escribo –como esta-- o simplemente, porque soy una víctima más de la virtualidad fanfarrona de este siglo. Igual, no soy resentida con Facebook, al contrario, gracias a este medio, conocí gente muy hermosa, con la que logré grandes y bellas cosas, con las que comparto ideas, también para ver a ese amigo o primo que vive lejos, o a mis sobrinos que no veo todos los días. Es una parte más en el día. Pero, por suerte, ya no existe la necesidad de tener que entrar cada vez que me pasa algo en mi vida real. 

El amor después del Blackberry
Ahí estaba, mi Gran Amor. Ese por el que yo estaba obnubilada, porque cuando nos veíamos, aunque el celular sonase con alarma de ambulancia, se prendiese fuego o le llegasen mil mensajes de texto, él no respondía. No voy a negar que mi mente paranoica hizo pensar, en un momento, que si no respondía era porque estaba de trampa, pero comprobé que no era eso y que su “No me importa el celular, estoy con vos, con ustedes”, era 100% real. 
Eso fue al principio. Ahí el Whatsapp no existía. Yo fui --como con el Icq-- la primera de los dos en comprarme un celular más tecnológico y elitista para  poder estar en contacto con aquellos que también tenían ese teléfono. Así me compré mi primer Blackberry, y como muchos  conocidos también lo tenían, podía escribirme con ellos las 24 horas del día y gratis.
Pero, él no. Él seguía centrado en su vida real, dentro de la cual estábamos nosotros.Y, lamentablemente, fui  yo misma la que le quemó tanto la cabeza y lo terminó metiendo en este mundo de estar "cerca" de todos, pero lejos de uno. Así fue cómo lo perdimos, y hoy me arrepiento. Nuestra conexión se desconectó.
Las miradas estaban más pendientes de la pantalla que de lo que le pasaba al otro. En este caso me refiero a mi pareja de entonces, pero veo que pasaba, y pasa en general.
Y, como todas las cosas en la vida en la que me fanatizo, pero me aburro rápido, el Blackberry dejó de tener tanto lugar en mi vida. Me lo olvidaba, lo perdía, no lo cargaba. Y ahí fue él quien tomó ese artefacto y se convirtió en un alargue de su mano. Me acuerdo que en repetidas ocasiones  le decía --a veces en tono de pelea y otras nos reíamos-- que a todos lados iba con el celular en la mano, a todos,y él se excusaba que era porque en el bolsillo le molestaba.
Ya nos dejamos de reír entre nosotros para reírnos con los mensajes que nos mandaban vía teléfono. Y hasta momentos antes de entrar a la sala de parto para darle la bienvenida al mundo a mi hija, los mensajes no dejaban de llegar ni de salir.
Igualmente, tampoco es que una separación se da por culpa de un teléfono. Esa afirmación sería muy cobarde de mi parte. Pero, hace dos o tres días, me di cuenta que sí, que gran parte de la rotura de una pareja –o de una relación del tipo que sea-- es la falta de comunicación, y esta viene aparejada de una conexión pendiente con los que están fuera de la mirada de uno.

Y ahí llegó, el mal de todos los males: ¡Maldito Whatsapp!
Se venía corriendo la bola que estaba por llegar una super mega aplicación que iba a permitir estar conectados todos con todos sin importar el modelo de teléfono que se tenga, y que iba a ser gratis. Algo así como “chat para todos” --Es una ironía---
Circulo verde. Llegó. Y se fue la mirada real.
Todos estamos conectados todo el día, todos los días.
Buen día Whatsapp. Desayunemos. Cambiemos a los chicos para ir al jardín. La foto para mandarle al grupo de la abuela y hermanas. La foto de la nena llorando para mandarle a las seños del jardín a ver si dejó de llorar. En la vuelta a casa. Trabajemos Whatsapp. Te interrumpe la nota la conversación que están teniendo en el grupo de las chicas del colegio, te tomás cinco minutos. Una hora después estás en 5 grupos distintos y te equivocas las respuestas. Fotos, mensajes, ruidos. Estimulo, estimulo, estimulo. Se te pasa el día.
A todo esto, se suma el avance tecnológico de que no solo se manden mensajes de texto sino también de voz. Y ahí sí, la conversación hasta perdió su “c” inicial. Serían más monólogos que otra cosa. Una vez me mandaron un mensaje de voz de 4 minutos. Sí, 4 minutos. Y no saben la necesidad que yo tenía de hablar con esa persona, pero no así. Mi conversación con alguien importante para mi vida no iba a ser con monólogos largos donde no podamos mirarnos a la cara . Y así fue, la conversación quedó trunca, y la culpable de “no querer hablar” fue mía --Entiéndase: para mi hablar con alguien no es mandar audios. Los audios los uso para grabar entrevistas para el trabajo--.
Vamos Whatsapp tengo que ir al baño, acompañame. Me tengo que bañar, esperame. A preparar la cena, ayudame preguntándole a Mamá por mensaje cuánto tarda en hacerse la carne. No te olvides de mandar un mensaje de buenas noches.

Basta. Basta. Basta.

Por lo menos para mí. Pero, a medias. Sí, tengo algo de necesidad por ese mundo metido dentro del círculo verde.

Comienzo de la desconexión virtual
Estábamos con mis hermanas en lo de mi mamá. Charlando. Para que mi hija me deje un poco tranquila le di mi celular --Sí, no me salten al cuello, ya se que no está tan bien, pero a veces con algo tenemos que adiestrarlos, aunque sea un momento--.
Al rato, necesitaba revisar mi mundo verde, aunque no había escuchado ningún ruido que me avisara que me habían mandado mensaje. Le pido el celular, me lo da bloqueado, bloqueadísimo. Decía algo así como que tenía que esperar 316.895 minutos para poder prenderlo y poner la contraseña. Algo así como nueve meses. En el momento me relajé. Seguí charlando y comiendo, y ya cuando vine a casa empecé a desesperar, pero haciéndome la relajada. Google me ayudó a aceptar que iba a tener que resetear el celular, y muy posiblemente, perder todos mis contactos. Mi mayor preocupación era porque en Whatsapp tenía algunas conversaciones abiertas de laburo, pero bueno, no había otra opción.
Antes que eso, empecé a revolver toda mi casa a ver si encontraba un Blackberry viejo que tenia --ese culpable del quiebre al corazón--, y tal vez ahí, pueda abrir Whatsapp. Revolví todo, y me empecé a poner muy nerviosa y malhumorada, y casi que casi me olvido de que mis hijos tenían que bañarse y dormir, y yo ponerme a terminar una nota que tenía que entregar al otro día a la mañana.
Dormí poco. Ya a la mañana siguiente, me animé y restauré de cero al celular. Mucho miedo a perder todos los contactos. Empezó de cero y poco a poco se cargaba uno y otro y otro contacto. Sí, tuve suerte.
Ya contenta, con mi celular 0km y con todos mis contactos, bajo la aplicación por la cual ya estaba sintiendo abstinencia, pero nada. No se instala. Una, y otra vez. Instalo y desinstalo pero sigue sin funcionar. Me quedé sin Whatsapp.
Las últimas conversaciones importantes, además de las de trabajo, era la del grupo de amigas donde habían contado un notición. En realidad, un notición a medias, porque la confirmación iba a ser al otro día, por 
Whatsapp ¡Y yo, me quedé sin!
Me quise hacer la desentendida, pero quería saber la confirmación y así como si nada, le mandé por Facebook un mensaje y lo confirmó. A los pocos minutos, ya estaba en la casa con mi amiga, para festejar. Amiga que vive a tan solo 3 cuadras de mi casa.
Ahí fue la primera vez que el sentí un ruido extraño en mi cabeza,  y no hablo del “bipbip” que hace el del nuevo mensaje recibido.
¿Cómo podía yo quedarme esperando “en” el círculo verde semejante linda noticia cuando mi amiga, de toda la vida, vivía a 3 cuadras? ¿Podía ser tan bestia virtual? Eso fue el primer sacudón y el primer pie que saqué del enchufe. Pero todavía me quedaba otro.
Pasaron 2 o 3 días, y ya me empecé a acostumbrar. Me prestaron un celular donde pude abrirlo, pero la verdad es que no me dieron ganas de quedarme en ese mundo. Y pensé: no quiero salir del todo porque es cierto que simplifica muchas cosas, que te enterás de cosas que tal vez no te estén llamando para contarlas, o cosas prácticas o contactar gente de laburo, etc; pero no quiero esa conexión enfermiza, que por lo menos, genera en mi, hasta dolor de cabeza. Y tomé la decisión. 
Si bien, en mi celular esta aplicación no funciona, podría llevarlo a algún servicio técnico o algo así. Pero no. Dicen por ahí que se puede tener el Whatsapp en la computadora, que es el medio donde yo paso 5/6/7 horas por día.  --¿pensaron que iba a poner 6/7/8?--. Horas en las que estoy dedicada a mi trabajo, a mi escritura, a generar cosas nuevas, o al ocio también. Bueno, que en ese tiempo sea el de conexión con ese mundo virtual --y ya es bastante--, y fuera de esas horas, si necesitan comunicarme o necesito hacerlo yo, tengo otros medios.
Esta decisión fue porque pude sacar la otra pata de este enchufe adictivo virtual ,ayer, cuando iba al psicólogo. Iba pensando en todo esto, y empecé a sentir como una abstinencia real, como cuando deje el cigarrillo: ansiedad, hiperexcitación, dolor de cabeza. Eso me pasaba mientras pensaba en que no iba a estar conectada todo el tiempo. Y, a eso se suma, que mientras iba en el colectivo, de los 5 asientos de atrás, en 4 de ellos iban personas de todo tamaño, sexo y color, con sus celulares y las miradas bajas. Pensé: si ahora chocamos y nos morimos todos lo último que ellos vieron es la pantalla de su celuar. Ahí, miré por la ventana esa sensación física que describí antes se me fue. Sentí que la cabeza ya no me pesaba tanto, y tenía menos contractura. Miré para afuera, a los árboles, por si llegaba a suceder mi predicción, Y, antes de bajar del colectivo me puse a pensar en el dibujo de la evolución humana, y donde nuestros comienzos son como monos encorvados. Miré de nuevo a los chicos que estaban mirando su celular, y estaban tan encorvados como ellos.


Sepan entender si alguna vez pierdo la mirada de este escrito y vuelvo a la pantalla. Hay veces que es necesario conectarnos con la vida ajena para no atravesar lo que sucede realmente en la nuestra.

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Ceci

2 comentarios:

Gisela dijo...

Genia!!! Es taaan cierto... no podía parar de leer....me sentí mono ahora te llamo jajajaja

Vicky Butty dijo...

Genia Ce!!!!!
Muy fuerte lo de Whatsapp...yo nunca tuve ICQ y fui la última en tener celu y face --- y whatssapp también! Pero si, son ciertas las dos cosas. Es una involución, una desconexión con uno mismo, perooo ... a veces una escapatoria salvadora de alguna que otra oscuridad que se esté transitando! Te quiero amiga! Seguí escribiendo!